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Donde comen dos comen tres, ¡o cuatro!

Cuenta la leyenda que, una vez superada la barrera del hijo único, uno más o menos no supone un añadido relevante al desquicie materno. Algo así como que donde comen dos comen tres y ya puestos, cuatro o cinco. Bien, pues por algo es una leyenda y no un axioma indiscutible. No me entiendan mal, ojo, que yo a mis niños los quiero y los adoro – aunque no les vaya a comprar ningún loro – y me encanta estar con ellos. Sobre todo cuando duermen.

El cuarto hijo

Pero la gente, que debe ser que tiene en muy poca estima su integridad física, suele preguntarme constantemente por un cuarto hijo. Más bien por la cuarta; esa niña que no he tenido y cuya ausencia parece preocupar muchísimo a todo el mundo. Debe ser que la falta de variedad genérica tra e mala suerte y problemas de pareja – se me ocurre que por el usufructo del mando de la tele-, porque si no no me lo explico.

Mis únicas aliadas en esta lucha por la dignidad del plantón procreativo son otras madres

  • Las que tienen recién nacidos esgrimen como argumento definitivo los daños colaterales de todo embarazo, ya sean las molestias típicas por duplique de peso o la engorrosa metamorfosis en incubadora a ojo ajeno sin excepción.
  • Las más veteranas, a pesar de sufrir a diario desplantes púberes de diversa índole, arrugan la nariz y blanquean los ojos en cuanto oyen hablar de pañales, lactancias, noches a trompicones o papillas de frutas. Volver a taponar los enchufes y desempolvar la trona no es opción.
  • Las de mi quinta, esas que ya no usamos cochecito pero seguimos llevando algún pañal en el coche, que alternamos con soltura risas flojas y miradas homicidas, solemos llevar a los argumentos del plantón reproductivo colgados de la pierna, el bolso o cualquier parte saliente de nuestra castigada anatomía. Y estamos más que dispuestas a utilizarlos para persuadir a impertinentes preguntones.

La decisión final

Pero luego están esos momentos, en los que te encuentras mirando con pena unos bodies costrosos para retirar o te sientes despechada cuando el pequeño rechaza  tu mano al bajar las escaleras; cuando te das cuenta de que estás en ese punto crucial, esa coyuntura definitiva en la que tienes que plantearte tener otro ya o parar para siempre.

Por suerte esas enajenaciones suelen ser transitorias y durar poco. Exactamente lo que tarda alguno de los otros en arañar a su hermano o colorear el sofá. Y oigan, siempre podremos olisquear bebés ajenos para paliar la saudade, aunque sólo sea un ratito.

Fátima Casaseca

Publicado el 20 Nov, 2012

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