Glosario

Las dos sombras de Fer

Por Historias de Papá Lobo

Llegó el otoño. Lo hizo después de un verano en el que no se ha hablado de otra cosa; en el que un elevado número de mujeres –y algunos hombres aunque pocos lo confiesen–, se levantaban y acostaban con el tal Grey y sus sombras; en el que en las piscinas y playas se veía por doquier la estampita con la famosa corbata. Estoy seguro de que, si hubiera salido en otras fechas –al libro me refiero, no al verano–, se hubieran agotado las existencias de ese trapo servilletero elevado a los altares, que se sigue fabricando porque, por alguna extraña razón que no llego a comprender, les sigue “poniendo” a las féminas. Y aquí, entre nosotros, mi teoría es que se parece demasiado a las correas para perros.

Mis pequeños J y M

Tranquilícense que no voy a hablarles de mi experiencia por el mundo del soft-sado adolescente, pierdan cuidado, lo mío es “pamayores”, es un «sé lo que hiciste el último verano, de hecho sé lo que hiciste hace 5 minutos», y si lo que se llevaba este verano eran las 50 sombras bajo el brazo, en mi caso con dos, de hecho con una y media, ha habido bastante. Eso sí, no fue necesario que las llevara a todas partes, porque ya se encargaron ellas de no separarse de mí, en todo el verano. Y es que me he paseado por media geografía española cuál Peter Pan después de haber tomado el té con una Wendy con exceso de energía y la cesta de costura a estrenar y, por muchos trucos que use o por mucho que corra, cuando me doy la vuelta ahí los tengo; a los dos o a uno mirándome con cara de «qué es lo que vamos a destrozar hoy» y al otro diciendo «¿papaaaaaa, vienes?».

Como habrán adivinado no son otros que el pequeñoJ y el pequeñoM.

Verán, corría Mayo del 2012 y yo vivía muy tranquilo, ajeno a lo que me iba a deparar junio y sus calores. Yo procuraba llegar pronto a casa y estar con los peques que acababan de salir de sus respectivos corrales, guarderías, casas de acogida… – llámenle usted como le venga en gana al sitio, lugar o cosa donde uno deja a sus retoños somnolientos e impolutos y los recoge con una capa de 2 centímetros de plasta fabricada a partir de diferentes polímeros industriales y/o naturales, aderezadas con salsas varias y sin rastro de sueño–.

Todo cambia

Pero todo cambia en esta vida, así que nos encontramos con que, por motivos de los que alguien llama «de trabajo» y otros llamamos “de explotación», las tardes con los peques pasaban a ser «un problema exclusivamente mío» que consistiría en: sal del trabajo, llega a casa y elige entre comer o dormir algo de siesta (suponiendo que los «imprevistos» te dejen elegir), recoge al mayor y procura que no se entretenga demasiado en su rutina diaria de toboganes, escaparates y subida y bajada de portal en cuatro tiempos porque tienes que ir a buscar a su hermano que te espera en otro barrio y te quedan 10 minutos para llegar antes de que te encuentres a los Servicios Sociales cuidando del rubio. Y así, recoges al pequeño con la lengua fuera, intentas no liar lo que te cuentan en una con lo que te han dicho en la otra, ¿el que había mordido era pequeñoJ o es a pequeñoM al que le habían mordido hoy? A todo esto, son las cinco de la tarde. Hasta las nueve de la noche, con suerte ocho y media, no habrá nadie más en casa. Bueno, son sólo 4 horas. Eso dices el primer día, hasta que ves que por alguna anomalía espacio-temporal, los minutos se convierten en horas, que el calor no ayuda nada, pero nada de nada y que tus nanos tienen una capacidad innata –que día a día van mejorando–, para sacarte de tus casillas y hasta del tablero si hace falta.
Y crees que eso ha sido todo, y no te das cuenta que tus hijos han reaccionado a la ausencia de su madre con una papitis de grado 5 que amenaza con convertirse en huracán de nivel 10. Pero como vas con las pilas justitas de eso no te das cuenta hasta que en un ataque de papaLobitis estupidez supina y mayúscula, decides irte tú sólo con los peques una semana a casa de tus padres.

Una idea no tan buena

La idea no era nada mala. Descansar del último mes de estar todo el día corre de un lado para otro, de parques, canciones  y dibujos, de gritos de «sólo papaaaa«, de broncas y discusiones, una semana de esas de «abuelos, aquí tenéis a vuestros  nietos, yo estaré durmiendo probando la dureza del nuevo colchón que habéis comprado». Una semana a los cuidados de mi madre, que para eso es la mía y debiera o debiese mimar. Al fin y al cabo el trato es de tú a tú, de padre a madre… ¡Como mínimo debería empatizar con la causa! De una de esas semanas hablo, ya saben ustedes.

Pues de una de esas semanas que me quedé con las ganas, porque salvo con el abuelo, los dos tocap… sólo admitían estar conmigo, que yo les bañara, que yo les diera de comer, que durmieran conmigo (los tres en la misma cama) y que salieran a pasear conmigo. Con el mayor, si estaba su abuelo, podía descansar, ya que el peque se pegaba a él e iba ahí donde fuera preciso. Que tiene lo suyo, conmigo si hay dibujos en la tele no hay quien le mueva de casa, pero era oír que el abuelo cogía las llaves y ya estaba haciendo guardia en la puerta.
Pero el pequeñoJ…ahí el peque fue llegar a casa de los abuelos y desplegar todos sus sistemas de detección. El detector de padre, el detector de abuela besucona acercándose, el detector de vecinos, el de animales, el de comida. Todos. El tío no se dejó ni uno desactivado. Y así era alejarme tres metros de él y llorar, desaparecer de su campo de visión – y no creáis que me iba a otra habitación no, simplemente que alguien se pusiera delante era motivo suficiente para que saltaran todas las alarmas–. Y, para colmo, la abuela que «para que el niño no sufra» después del segundo día dejó de intentar hacerse con el peque, «que luego me coge manía y no quiere venir a vernos«. ¡El que no va a volver soy yo!

Los abuelos suman pero también restan

Y así me toco lidiar, no sólo con los peques sino con las ideas de bombero de sus abuelos. Todo esto provocó un total descontrol de horarios y así me encontré algún día con la hora de comer de los peques encima pero sin haber empezado a hacer nada. Me encontré con que no poder dormir una siesta porque, en vista de mis ganas de salir pitando, decidieron dormir la siesta por turnos, de forma que cuando uno despertaba el otro se dormía. Lo de llevármelos a que conocieran un bosque fuera de lo que era una pantalla de televisión resultó poco más que imposible de organizar y lo de llevarles a pasar un día de merienda en el rio fue directamente descartado ante el nivel de asilvestramento que empezaban a mostrar – y es que los veía capaces de desviarme el curso del rio–. Y para colofón, el coche se estropeó en el viaje y mis planes de ir a visitar a mis princesas y mis florecillas gallegas o mi desmadre a la leonesa se fueron al traste.

Así que, me como se dice por ahí, salimos de Málaga para acabar en Malagón, o “¿no querías caldo? ¡Pues te comes la perola!”.

Así que las próximas vacaciones de chicos van a ser cuando tengan 30 años. ¡Lo juro! Hoy puedo decir que hemos sobrevivido los cuatro y que la cosa sigue mejorando, pero reconozcamos que tal como dicen por ahí, para criar a tus hijos hace falta la tribu entera (y, en algunos casos, dos).

Publicado el 08 Oct, 2012

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