Glosario

El sentido del ridículo antes y después de la maternidad

Por Una mamá española en Alemania

Que los hijos le transmutan a uno la vida no es ningún secreto. Para aquellos que los tienen, se entiende.

Pregúntenle a cualquiera que haya pasado por un paritorio, que de seguro le obsequiara gustoso con una extensa lista de destrozos existenciales, tales como los principios, la opinión que se tenía de la madre que lo parió, el sentido del ridículo, las noches… y un larguísimo etcétera que resumiré, sin pecar de demagoga, como nuestra entera concepción del mundo mundial.

Mas ruego no se me escandalice nadie, que algunos de estos estragos los padres los acogemos con fervor y agradecimiento.

De hecho, hay uno que en particular me gusta a mí, y del que me sentía especialmente orgullosa. Se trata del sentido del ridículo.

Para una tímida patológica como yo, descubrirme saliendo de casa con una sola ceja depilada, desgañitándome con el cucú ese que canta la rana en plena calle, o columpiándome en el parque como si no hubiera un mañana es todo un logro, se lo aseguro.

No les extrañará, pues, que esta alteración de personalidad, por mucho que mi madre me la reproche, se la retribuyese yo con ardor y una sonora carcajada en cada grotesca situación, a la maternidad en general y a mis agotadores polluelos en particular.

Bien hecho, pensarán ustedes, sano es saber reírse de uno mismo, primero, y de la perra vida, después ¿no? Pues no, oigan, mal pensado.

Porque resulta que los niños son seres extraños y poseen, en ocasiones, un humor renegrío y maléfico. Si les ríen las maldades, lo más probable es que las refinen. Y entonces puede que experimenten en sus carnes lo que es el ridículo verdadero.

En un sitio en el que la conocen, además, como podría ser el pequeño supermercado al que acude puntual cada semana. Sí, ese mismo en el que, hace ya tiempo, a la cajera ha dejado de hacerle gracia que, por sistema, según vaya dejando la compra en la cinta, empiece a retirar todos los enseres inútiles que, ejem, los niños, ya sabe, que se ponen a meter de todo sin preguntar. La mitad del carrito más o menos. El día que su compra sea exacta, tiemblen señores. Y párense a pensar un momento.

Yo no lo hice y no saben lo que me arrepiento. Porque si ya es embarazoso pitar en los arcos de seguridad de cualquier tienda, aunque no lleven nada, imagínense si después de muchos qué raros y vuelta a pasar, acaba descubriendo que su bolso está lleno de productos impagados. De higiene femenina, para más inri.

La cara de la cajera, un poema. La de los polluelos, de no haber roto un plato en su vida. ¡Traidores!

Sobra decir que he cambiado de supermercado. Y que me he puesto un candado en la bandolera.

Publicado el 11 Dic, 2013

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