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Maniquíes

Por Tenemos tetas

Los factores por los cuales a lo largo del tiempo las sociedades van estableciendo sus estereotipos de belleza son múltiples y varían mucho de un grupo humano a otro.

En la mayoría de las culturas más cercanas a la tierra (los «pueblos originarios») el estereotipo de belleza femenino, que aún sigue prevaleciendo, es el de las mujeres «rellenitas», no gordas pero con curvas, con reservas, anchas caderas y pechos, que denotan abundancia, fertilidad y aptitud para la supervivencia.

El canon de belleza en Occidente

En Occidente, el canon de belleza también fue hasta hace muy poco el de las musas de Rubens: mujeres con la piel blanquísima y el cuerpo redondeado, que se correspondía con los signos de estatus de las clases altas: tener la piel blanca como evidencia de no hacer trabajos duros al sol, y la grasa corporal como señal de disponer suficiente alimento.

Pero en la segunda mitad del siglo XX, como tantas otras cosas, el estereotipo de belleza occidental también cambió: broncearse la piel pasó a ser signo de tener tiempo y dinero disponible para el ocio, la playa, los deportes al aire libre… y ser delgado comenzó a ser más difícil que ser obeso, dada la cantidad de alimentos energéticos disponibles a precios muy asequibles. Las clases bajas y medias engordaron, y la delgadez se convirtió en un «lujo» alcanzable a base de mucha contención, gimnasios, dietas, entrenadores personales, liposucciones y cirugías remodelantes.

A partir de los años ochenta, el estereotipo de belleza femenina y voluptuosa que representaron en los cincuentas mujeres como Marilyn Monroe o Sofía Loren, fue poco a poco perdiéndose a favor de una belleza lánguida, frágil, andrógina y plana como la de Kate Moss o Nicole Kidman.

Maniquíes

Un  nuevo fenómeno cultural comenzó a tomar forma: el de las top-models, que llegaron a cobrar sueldos multimillonarios por convertirse en la imagen de las grandes firmas. Un trabajo aparentemente “fácil”, acompañado de una vida glamourosa y una remuneración exorbitante, se convirtió, igual que las estrellas del fútbol, en el sueño que todos, las chicas y los chicos quieren conseguir.

Ignoro en qué momento la palabra ‘modelo’ usurpó el lugar de la palabra correcta para nombrar a esa profesión: maniquí.

Todos conocemos las acusaciones permanentes que se le hacen a la industria de la moda –en manos de un puñado de diseñadores misóginos- por propagar un estereotipo de belleza insano, que raya en muchas ocasiones con la anorexia, enfermedad que muchas maniquíes han confesado padecer.

El primer truco fue precisamente la institución del nombre: modelos. Por modelo se entiende alguien a quien imitar. Según la RAE:

«arquetipo o punto de referencia para imitarlo o reproducirlo«. Y creo que ahí es donde está el verdadero problema.

La profesión de maniquí, tan digna como otra cualquiera, no es más que eso. Una profesión u ocupación puntual. Una profesión que consiste precisamente en que la persona exalte a la ropa (y no al revés). Sobre todo en los espectáculos de pasarela, alguno de los cuales parecen más bien la antítesis de la belleza.

¿Modelos?

El problema no es que muchachas de complexión naturalmente delgada aprovechen su cualidad para ganarse la vida, sino que algunas tengan que someterse a regímenes inhumanos para conservar su trabajo, y que el resto de las mujeres del mundo queramos parecernos a ellas.

Que hayamos convertido una profesión que consiste en pasar desapercibida para que el protagonismo lo ocupe el vestuario, en «modelo» de referencia de la belleza occidental, es lo verdaderamente sintomático. O sea, el problema no es tanto que las maniquíes estén muy flacas (que lo están), como que lo convirtamos en ideal de belleza colectivo.

Si esa transpolación ha ocurrido, es porque las mujeres andamos perdidas. Porque nos anulamos como personas. Y porque la sociedad en su conjunto, premia y estimula, en afán del consumismo, una conducta casi suicida: nos queremos tan poco, que tendemos a desaparecer. Es como decir: no queremos ser humanas, queremos ser maniquíes, perchas. No tenemos valor, sino por la ropa que llevamos puesta. Me anulo, me borro, adelgazo tanto hasta no ser.

La obesidad y la anorexia, dos epidemias complementarias en nuestro tiempo, nos hablan de cosas más profundas que la lechuga o el ejercicio: nos hablan de la autoestima, de nuestra auto-percepción, de nuestra conexión con la femineidad, de nuestras ansiedades, de nuestros miedos, de nuestras corazas, de nuestro desamparo emocional.

La belleza no es inocente.

Otras blogueras que hablan sobre este tema:

La mujer que deberíamos ser, de Habichuelas Mágicas

Reflexiones sobre la imagen femenina, de Amor Maternal

Mi cuerpo, mi vida, de La mamá de Mateo

Microreflexiones veraniegas, de Ahora la madre soy yo.

El hiyab de las mujeres de occidente: la talla 38, de Una antropóloga en la luna.

Publicado el 14 Jul, 2011

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